Ideas feministas de Nuestra América

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F.13 Hermila Galindo, “La Mujer en el Porvenir”, Primer Congreso Feminista de Yucatán, enero de 1916

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Hermila Galindo,[1] “La Mujer en el Porvenir”, Primer Congreso Feminista de Yucatán[2], enero de 1916

[Texto proporcionado por Eulalia Eligio González]

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Al probo gobernante de Yucatán, señor General don Salvador Alvarado, que con sus leyes y disposiciones administrativas, se ha revelado como un sociólogo profundo; al pensador y al humanista que desentrañando hondos problemas sociales, va estudiándolos para encontrarles una solución definitiva; al innovador admirable que promueve Congresos Feministas sabiendo que de ellos dependerá el remedio para muchos de los graves males que afligen a la humanidad, consagro estas meditaciones por si fueren dignas de que las tomare en cuenta, habiendo tenido en ellas, por divisa, al suscribirlas, que (según dijo San Gregorio) la verdad debe decirse aunque sea origen de escándalo.

                        Respetuosamente,

                                                           HERMILA GALINDO.

                        México, Noviembre 29 de 1915.

                                  

La profecía del Evangelio se ha cumplido. “Los tiempos han llegado”. “Bienaventurados los que han hambre y sed de justicia porque ellos serán hartos”.

Como el minero cava la tierra hasta sus más recónditas profundidades para extraer de sus entrañas sus codiciados tesoros; como baja el buzo a los antros del océano trayéndonos en sus manos la concha cuyas valvas encierran muchas veces la costosa y bellísima perla, así la revolución constitucionalista, una vez obtenido el triunfo de sus armas, comienza a hacer tangibles sus ideales, a convertir en hechos sus promesas, a transformar la teoría en acción.

Tocaba a la digna mujer yucateca la gloria de ser convocada al Primer Congreso Feminista en Mérida, en donde radica el cerebro de la República, en donde el clima enardece la sangre y activa las funciones intelectuales, en donde se está, por la proximidad del mar, en perenne comunicación con Dios y en estrecho abrazo fraternal con todas las nacionalidades, con todas las razas, con todos los hombres. Tocaba a Yucatán, repito, la gloria de enarbolar el estandarte emancipador de la mujer, bajo la eficaz protección del cultísimo Gobernador que le ha tocado en suerte; del revolucionario que tan bien ha interpretado el programa de reformas sociales y políticas que generó el movimiento armado; del ciudadano que con celo y amor a la humanidad remueve las linfas estancadas abriendo cauce amplio y sólido al progreso. ¿Cómo no concurrir a este llamado de la civilización y de la confraternidad femenina? Huélgome de esta invitación en que se me ofrece la oportunidad de demostrar una vez más el fervoroso celo con que dedico mis energías a la propaganda de la santa causa que he abrazado y la dicha embriagadora de poner a escote mi modesta inteligencia al servicio de mi sexo.

Supla esta buena voluntad las deficiencias de mi pluma y la benevolencia de estas soberanas del talento reciban en su alcázar enjoyado este humilde trabajo mío que viene a reclamar vuestra indulgencia.

En las edades primitivas el imperio avasallador de la fuerza dio la orientación a las instituciones sociales, dictó las leyes, impuso las religiones, rigió las costumbres, mezcló las razas y modeló la primera forma de la civilización creándola por las necesidades materiales.

Del cazador al guerrero hubo un paso, mientras que de la tribu nómade a la familia, toda una etapa. Más la fuerza, el Atlas de todos los tiempos, fué por muchos siglos el eterno dominador de las edades. Todo ante ella se inclinaba y de allí el culto idolátrico del Sol, del rayo, del viento y demás elementos de la naturaleza en forma de deidades. El hombre, sintiéndose rey de la creación, pone su cetro y su corona a los pies de todo aquello, que una fuerza inmanente y para él desconocida, lo avasallaba y subyugaba. Entonces esclavizaba su albedrío como más tarde esclavizara su conciencia y su voluntad bajo la férula del más fuerte. Así, espontáneamente, brotó la esclavitud y así nacieron generaciones enteras sin disponer ni de su cuerpo, maniatadas a la ergástula de una vil servidumbre que llegó a ser vista con indiferencia. Se nacía esclavo o ciudadano libre, plebeyo o patricio, pechero o colono. Hasta fines de la Edad Media, los pecheros pudieron mejorar su condición. Aún entre los nobles el mayorazgo era por derecho de nacimiento el único heredero de los dominios paternos. Entre tanto, la mujer, por su debilidad física más que por otra razón digna de estima, nacía, crecía y vivía como cosa, como objeto de lujo o de placer, como bien inmueble que podía traspasarse, venderse, dar en rehenes, matarla o herirla impunemente: el padre y el marido tenían derecho sobre ella de vida y muerte.

La dulce y apacible doctrina del Nazareno no llegó a manumitirla, pero sí logró mejorar su condición estableciendo entre los cristianos el derecho de igualdad.

Mas, como la igualdad la estableciera Jesús ante Dios, los hombres no se dieron por entendidos y siguieron manteniendo a la mujer en obscura degradación, hasta que las leyes romanas comenzaron a dignificarla, reconociéndole algunos derechos e instituyendo la dote que fué el primer paso en el camino de su emancipación.

La fuerza, prerrogativa irresistible del hombre, reconocía por la primera vez en la mujer la piedra angular de la familia, adivinando en ella un manantial inagotable de ternura y aspirando por la primera vez el perfume santo de la madre, destinada a perpetuar la especie y a ser la guardadora, la conservadora fiel de todas las grandezas de la creación. Por fin, el hombre había visto el color, se había dado cuenta de la línea curva, un estremecimiento había recorrido todo su sistema nervioso y por la primera vez en el curso de los siglos pagaba pleitesía a la  mujer. ¡El milagro lo habían realizado un beso y un suspiro en uno de esos momentos inefables en que el espíritu se pone en comunión con Dios! Desde aquel minuto sublime, su rescate no dependía del trabajo de hilar la lana del rebaño; tuvo ya un destino; el hombre había encontrado en ella un mérito. Podía, en lo sucesivo, ser la tutora de sus hijos menores. Tenía una personalidad, casi estaba salvada. Entró en posesión de su alma, aprendió a leer y a escribir; probó los divinos goces del arte, acumuló en sí misma la virtud de la esposa y la instrucción de la hetaira; elevó a la hetaira a la dignidad de matrona y, como en una copa de falerno, mojó sus labios en el suave licor del pensamiento humano, infundió su genio en otros genios, asistió a los espectáculos que antes le estaban prohibidos; vistió la túnica blanca de la matrona o de la vestal y como una consagración de su independencia, pudo apelar al divorcio cuando se sintió herida o ultrajada.

Pero su manumisión dependía, como hemos visto, del matrimonio. En aquellas remotas edades, génesis de la civilización, como en la época actual, el matrimonio constituía el desiderátum de su existencia. Tan complejo, tan difícil de resolver fue entonces el problema para la mujer, como es ahora, pese a la diversidad de leyes y costumbres.

La estadística es siempre cruel para las ensoñaciones, y al lado de cada ideal los números asientan una realidad siempre brutal. Los matrimonios entonces como ahora, eran los menos. La escasez de recursos, la obligación de ir a la guerra, el temor a la prole numerosa y multitud de otros factores tan complejos como imposibles de descartar, alejaban a la juventud del altar de Himeneo, creando en la sociedad nuevos problemas como el decrecimiento de la población, el aumento de la prostitución, etc., etc.

¡Aunque sea triste decirlo, el hombre nace animal y la mujer hembra!

En esta segunda, el sistema nervioso, el muscular, el digestivo, las elevadas funciones de su cerebro, los inexplicables arranques de su instinto, los rasgos más sublimes de su sobrehumana abnegación, la estructura de sus glándulas, la belleza de su piel y la suavidad de sus formas: todo ello constituye nada más que el armonioso conjunto de adecuados medios para llegar a un solo y alto fin: la maternidad.

El amor maternal, indispensable para la conservación de la especie, tenía que ser muy superior a todos los afectos, a todas las pasiones, a todos los hábitos y a todos los instintos: sobreponerse a todos los obstáculos y regir como absoluto soberano todos los actos de la vida femenina. Tan sólo así se explican racionalmente los conocidos casos de princesas corriendo la suerte de artistas trashumantes; de vírgenes de aristocrático abolengo abandonando patria, hogar, familia, religión, sociedad, pasado, presente y porvenir, por caer en brazos de aquel que logró cautivarla, no importa cual fuere su condición social; aventurero o místico, millonario o bandido, titán o funámbulo.

Es que el instinto sexual impera de tal suerte en la mujer y con tan irresistibles resortes, que ningún artificio hipócrita es capaz de destruir, modificar o refrenar. Atentar contra el instinto soberano es destruir la salud, corromper la moral, demoler la obra grandiosa de la naturaleza y enfrentarse con el Creador increpándolo con la mas atroz de las blasfemias. ¡Te has equivocado!

No puedo menos que sonreir maliciosamente cuando en lecturas cuotidianas doy con un idealista como Raymond, quien en su libro “Ensayos sobre la Emulación”, le dice a sus lectores: “Demos al imperio de las mujeres una dirección sublime; que el poder encantador de que disponen reciba de nuestras manos un impulso saludable hacia lo grandioso y lo bello y que en seguida ellas mismas nos guíen hacia la mejor moral que tan inútilmente andan buscando los filósofos”.

Se vé que Raymond no nació mujer. Justamente los impulsos hacia lo grandioso y lo bello; la música, el baile, la poesía, la novela, en una palabra, la vida ideal, la vida del espíritu, son los más crueles verdugos de la mujer.

Cuando Aristóteles consideraba como principio fundamental de educación que el cuerpo debía ser formado primero y el espíritu después, mens sana in corpore sano, sabía positivamente que nada existe ni daña tanto el instinto sexual en la mujer, como el cultivo de las funciones espirituales: ante todo, el gran filósofo era un fisiólogo.

Si la mujer en vez de exceso de sensibilidad que preconiza el escritor citado, tuviese una buena dosis de razón sólida y supiese pensar y discurrir justo; si en lugar de ser neurótica y tímida rebosara valor físico y cultivase el músculo y el glóbulo sanguíneo, si poseyese como quiere Stuart Mill, la ciencia del mundo de los hombres y de las fuerzas de la naturaleza, en vez de ignorar completamente cómo se vive y tener sólo la forma y la etiqueta de lo bello, la mujer sería más dichosa y el hombre más honrado.

Generalmente se procura en la mujer el desarrollo de lo que se llama vida del corazón y del alma, mientras se descuida y omite el desarrollo de su razón. Resulta de esto que padece una hipertrofia de vida intelectual y espiritual y es más accesible a todas las creencias religiosas; su cabeza ofrece un terreno fecundo a todas las charlatanerías religiosas y de otro género y es material dispuesta para todas las reacciones.

El vulgo de los hombres quéjase de ello, porque personalmente lo sufre, pero nadie actúa, pues están petrificados en el prejuicio y les asusta un cambio radical en las leyes y una completa modificación en las costumbres.

Lutero, citado frecuentemente por Bebel, pinta maravillosamente el instinto natural diciendo: “El que va contra el instinto natural y trata de impedir que las cosas sean como exige la naturaleza, ¿qué hace sino querer impedir que la naturaleza sea naturaleza, que el fuego queme, el agua moje y el hombre coma, beba y duerma?”

Un pudor mal entendido y añejas preocupaciones, privan a la mujer de conocimientos que le son sólo útiles, si no indispensables, los cuales una vez generalizados, serían una coraza para las naturales exigencias del sexo: me refiero a la fisiología y anatomía que pueden conceptuarse como protoplasmas de la ciencia médica que debieran ser familiares en las escuelas y colegios de enseñanza secundaria y que se reservan únicamente a quienes abrazan la medicina como profesión. Igual cosa digo respecto a cuidados higiénicos desconocidos en la mayoría de las familias y aún ignorados intencionalmente con el absurdo pretexto de “no abrir los ojos a las niñas”. Las madres que tal hacen contribuyen a la degeneración de la raza, porque esa mujer linfática, nerviosa y tímida no puede dar hijos vigorosos a la Patria. Esparta cuya virtud y elevado prestigio nadie pone en duda, mantenía a sus hijos pequeños, hombres y mujeres, enteramente desnudos hasta la edad de la pubertad, con el objeto de que la piel se acostumbrara a todas las intemperies para fortalecer a la juventud físicamente, y con el fin también de precaver a la adolescencia contra la malicia y la curiosidad que son los peores incentivos del instinto sexual. En nuestros días, aquella sabia costumbre puede y debe suplirse por medio de nociones amplias en las ciencias que hemos señalado y también con el prudente consejo de las madres.

En apoyo de esta tesis podría yo citar infinidad de doctrinas de hombres sabios que han dedicado sus vigilias a mejorar la condición de nuestro sexo, numerosos testimonios acopiados por inteligentes mujeres apóstoles del feminismo como doña Emilia Pardo Bazán y otras, pero haría yo interminable este trabajo. Basta para mí objeto citar las siguientes opiniones de hombres doctos universalmente conocidos por su prudencia y por su ciencia.

Dice Kant: “El hombre y la mujer no constituyen ser humano entero y total, más que unidos: un sexo completa al otro.”

Schopenhauer enseña que: “el instinto sexual es la manifestación más completa de la facultad de vivir; es la concentración de toda voluntad”. En otra parte escribe: “La afirmación de la voluntad de vivir se concentra en el acto amoroso que es su más genuina expresión”.

Mailander opina lo mismo y afirma que “el punto esencial de la vida humana reside en el instinto sexual, único que asegura al individuo la vida, que es lo que más ama”. “El ser humano a nada concede tanta importancia como a las cosas del amor; no fija ni concentra toda la intensidad de su voluntad de modo tan notable en cosa alguna como en el cumplimiento del acto sexual”. Antes que todos ellos, decía Buda: “El instinto sexual es más agudo que el aguijón con que se doma a los elefantes salvajes y más ardiente que la llama; es como dardo clavado en el espíritu del hombre”.

Augusto Bebel, en su notabilísima obra: “La Mujer en el presente, en el pasado y en porvenir”, dice: “Dada la intensidad del instinto sexual, no hay que extrañarse de que la continencia en la edad madura influya sobre el sistema nervioso, y, sobre todo, en el organismo humano produciendo las mayores perturbaciones, las aberraciones más extraordinarias, y en algunos casos, hasta la locura y una muerte miserable. El ser humano, hombre o mujer, se perfecciona a medida que las inclinaciones y los síntomas vitales en cada caso se manifiestan y adquieren expresión adecuada en el desarrollo orgánico e intelectual, en la forma y en el carácter. Entonces llegan ambos sexos a su perfección propia”.

“En el hombre de buenas costumbres, dice Klencke en su obra “La Mujer-esposa”, la sujeción de la vida conyugal tiene, sin duda, por guía, los principios morales dictados por el recto sentido, pero no sería posible aún dada la mayor libertad, reducir por completo al silencio las exigencias de la conservación de la especie, asegurada por la formación normal orgánica de ambos sexos. Cuando individuos bien constituidos, masculinos o femeninos se sustraen durante toda su vida a este deber para con la naturaleza, no existe la libre resolución de resistir, aún en el caso de que esta resolución se presente como tal o se erija en libre arbitrio, sino sólo una anomalía, consecuencia de dificultades y necesidades sociales, contrarias al derecho de la naturaleza y que marchitan el organismo. Esta conducta imprime a todo el cuerpo y hasta a la mente, los rigores del aniquilamiento y del contraste sexual así en lo que concierne al aspecto exterior como el carácter, y provoca la atonía nerviosa, tendencias y disposiciones enfermizas para el espíritu y el cuerpo. El hombre se afemina, la mujer adquiere aspecto masculino en la forma y en el carácter, porque no se ha cumplido la conjunción de los sexos según el plan de la naturaleza, porque el ser humano revistió una sola faz y no obtuvo su forma completa, el punto culminante de su existencia”.

“Se ve que la filosofía moderna está de acuerdo con las ideas de la ciencia exacta y con el buen sentido humano de Lutero. De aquí se deduce que todo ser humano debe tener no solamente el derecho, sino el poder y hasta el deber de satisfacer instintos que se ligan de la manera más íntima a su esencia y que constituyen su esencia misma. Si a tan legítimos fines se ponen obstáculos si se hace imposible por las instituciones y preocupaciones sociales, resulta que dificultando su desarrollo, se ve condenado a marchitarse y a una transformación regresiva. Testigos de sus consecuencias son nuestros médicos, nuestros hospitales, nuestros manicomios, nuestras prisiones y esto sin hablar de las miles de personas por ello perturbadas”.

Basta de citas, que podría yo seguir multiplicando. Lo expuesto es suficiente para comprobar la conocida verdad científica de que el instinto sexual impera en la mujer avasallándola por completo.

Siendo el matrimonio el único medio lícito y moral para satisfacerlo cumplidamente, según las exigencias de la sociedad y según las leyes escritas, quedamos frente de un problema pavoroso.

Hemos visto las dificultades de todo orden para multiplicar los matrimonios. Queda al pensador, al estadista, al legislador revolucionario el deber de encontrar solución a dicho problema, puesto que él entraña el más grave mal que a una nación puede ocurrir: el decrecimiento de la población y la degeneración de la raza.

Desde luego, una revisión de los códigos civil y penal se impone con fuerza arrolladora, aumentando la penalidad en los casos de seducción y abandono de la mujer. Cuando ésta, fascinada, se entrega en brazos del amante, arrastrada por el ineludible instinto sexual, el hombre queda ante la sociedad como un calavera agradable, émulo de Don Juan Tenorio. La impunidad de su crimen lo hace cínico y refiere su hazaña con el tono majestuoso con que haría un Jefe revolucionario el relato de la toma de una plaza. Pero la mujer desdichada que no ha hecho otra cosa que cumplir con una de las exigencias de su instinto, no negadas ni a la más vil de las hembras, es relegada al desprecio social, truncado su porvenir y arrojada al ábismo de la desesperación, de la miseria, de la locura o del suicidio. ¡Cuántas veces la gacetilla da cuenta de la infeliz que, para ocultar su falta (?) apeló al crimen matando a su propio hijo! Las estadísticas del delito están llenas de casos de infanticidio y aborto provocado, sin contar con los que quedan ocultos, probando cuánta es la pesadumbre de la vindicta pública, en el ánimo de la triste mujer que ha delinquido!

Para tales casos, la caridad bien entendida de nuestros hombres de Estado, ha fundado Orfanatorios y Casas de Cuna, es decir, su hipocresía ha inventado un artificioso expediente para dejar impunes sus atentados contra la moral y sus crímines de lesa Patria!

¡Cuántos y cuántos de elástica conciencia se sientan a las mejores mesas y rodeados de honores  y de amigos, lucen magníficas joyas y visten el irreprochable traje del caballero y no tienen otro medio de vida ni otra fuente de ingresos para sostener ese lujo que la explotación asquerosa y criminal de algunas mujeres, de algunas desdichadas que por amor cayeron y que después se convierten en bestias del vicio obligadas por las circunstancias!

¡Cuántos extranjeros vienen a esta tierra a hacer de la mujer mexicana una verdadera industria valiéndose de su abnegación y su ignorancia!

¡Cuántas autoridades permiten estos inmundos comercios, escarnio de la moralidad y de la civilización y se muestran inflexibles con la débil mujer que ha delinquido!

Para merecer el título de justos, para que la equidad reine como soberana, no en agrado de la sociedad, sino en bien de la raza, la revolución debe extirpar todas las lepras, barrer todos los obstáculos, reformar los códigos, abrir los brazos a la mujer, procurarle trabajo bien remunerado para que la nutrición mejore, reprimir los vicios, fomentar la inmigración, multiplicar los centros docentes, mas no llevará, no podrá llevar al seno de las familias la buena nueva que ha de derrocar idolátricos prejuicios y extirpar preocupaciones legendarias.

Esta misión noble y altísima, corresponde a la mujer mexicana. Ella sóla tiene el poder bastante para romper el velo de Isis y arrojar al fuego purificador de la verdad, cuánto de falso, de convencional y de hipócrita hay en nuestra heroica raza.

¡Y este trascendental problema es el que señalo valientemente ante el Primer Congreso Feminista de mi Patria!

¡Esta obra gigantesca debe llevarse a la práctica con la energía de la mujer y con la probidad del Gobernante!

¡Que Dios y los hombres honrados tengan piedad de la mujer, procurándole un modo de vida razonable y la evolución de nuestra raza llegará, llenando de asombro a las generaciones venideras!

Y con esto, si el Siglo XIX no cumplió la profecía de Víctor Hugo de emancipar a la mujer, el siglo XX y la Patria Mexicana la habrán cumplido.

                        México, Noviembre 29 de 1915.


[1] Hermila Galindo es a la vez, como la mayoría de las revolucionarias mexicanas, un personaje fascinante y una figura histórica olvidada por la historia oficial de su país y por el feminismo nuestroamericano. Nacida en 1896 en Ciudad Lerdo, Durango, a los 15 años se acercó a los opositores del régimen de Porfirio Díaz y se trasladó a la Ciudad de México para trabajar para la causa maderista de reforma política a través de las elecciones y, después del golpe de Victoriano Huerta, en la resistencia militar en su contra. En 1914, formó parte del comité de bienvenida del Ejército Constitucionalista y conoció a Venustiano Carranza, de quien se convertiría en secretaria y consejera política, promoviendo la convocatoria al Congreso Constituyente. Durante los debates constituyentes, en diciembre de 1916, presentó la propuesta de otorgarle el voto a las mujeres. Otras trece mujeres harían lo mismo, pero el Congreso argumentó en su contra que las actividades de las mexicanas habían estado restringidas a la casa y la familia y, por tanto, no habían desarrollado la conciencia política necesaria para no dejarse manipular por los sacerdotes y los conservadores. Finalmente, la Constitución entró en vigor el 5 de febrero de 1917 sin contemplar los derechos ciudadanos de las mujeres. Hermila no se dio por vencida en su lucha por la igualdad entre mujeres y hombres. Inmediatamente, se presentó como candidata a diputada y, aunque no logró ninguna curul, sembró un ejemplo que las mujeres en las décadas de 1920 y 1930 recogieron. Fundó el diario La Mujer Moderna, publicando poemas, cuentos y artículos donde acusaba al poder eclesiástico de contribuir ideológicamente a la subyugación de las mujeres. Asimismo, promovió la educación sexual en las secundarias públicas para liberar a las mujeres de los embarazos no deseados, defendió la educación laica y el derecho de las mujeres a ejercer libremente su sexualidad, sosteniendo que al igual de los hombres las mujeres tienen legítimos deseos sexuales. Esta posición le acarrearía el repudio de los sectores feministas más conservadores. Durante el gobierno del presidente Adolfo Ruíz Cortines, Hermila fue la primera mujer nombrada congresista en México y en 1953 logró finalmente ver incluida en la Constitución la plena ciudadanía de las mujeres, mediante su derecho al voto pasivo y activo. Murió en la Ciudad de México un año después, el 18 de agosto de 1954.

[2]  2ªedición facsimilar de El Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores, como una contribución a los trabajos del Año Internacional de la Mujer, México, 1975.  pp. 195-202.

Los días 13, 14, 15 y 16 de enero de 1916, el Gobernador y Comandante Militar del Estado, Gral. D. Salvador Alvarado, junto con algunas mujeres yucatecas, convocó El Primer Congreso Feminista de Yucatán en el Teatro Peón Contreras de Mérida. Su objetivo era que la mujer yucateca tuviese una participación en las decisiones educativas, políticas y jurídicas de su estado y del país en general, además de permitirle “vivir con independencia” y libertad; siendo la educación el medio para que las mujeres tuvieran “iniciativas para reclamar sus derechos, a señalar la educación que necesitan y pedir su ingerencia en el Estado, para que ella misma se proteja”. El Congreso se centró en el análisis de las siguientes interrogantes: ¿Cuáles son los medios sociales que deben emplearse para manumitir a la mujer del yugo de las tradiciones? ¿Cuál es el papel que corresponde a la Escuela Primaria en la reivindicación femenina, ya que aquella tiene por finalidad preparar para la vida? ¿Cuáles son las artes y ocupaciones que debe fomentar y sostener el Estado, y cuya tendencia sea preparar a la mujer para la vida intensa del progreso? ¿Cuáles son  las funciones públicas que puede y debe desempeñar la mujer a fin de que no solamente sea elemento dirigido sino también dirigente de la sociedad? A estas interrogantes intenta responde el texto de Hermila Galindo acerca de “La mujer del porvenir”. (Eulalia Eligio González)

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Written by Ideas feministas de Nuestra América

agosto 1, 2011 a 1:58 pm

Una respuesta

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  1. […] en el Primer Congreso Feminista de Yucatán, Mérida, México, en enero de 1916. Recuperado de https://ideasfem.wordpress.com/textos/f/f13 […]


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