Ideas feministas de Nuestra América

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K.9 Alda Facio, "Por qué soy feminista", 1995

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Alda Facio,[1] «Por qué soy feminista»,[2] 1995

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Hace veinticinco años descubrí el feminismo. No era el feminismo que se desarrolló después de los setenta, pero era el inicio de una revolución que transformaría, si no las estructuras del patriarcado, al menos la forma de entenderlo. Militaba en el movimiento contra la guerra en Vietnam mientras estudiaba en una universidad en EEUU. Éramos jóvenes que soñábamos con un mundo de paz, sin racismo, sin la explotación de unos cuantos ricos contra la gran mayoría y, especialmente, sin consumismo. Pensábamos que se podía ser feliz sin el “sueño americano”. Queríamos “volver” a una vida más cercana a la naturaleza. Pasé dos años totalmente entregada al movimiento sin cuestionar a mis compañeros y menos a la utopía que ellos nos dibujaban.

Pero algo en mí empezó a rebelarse. Estaba cansada de aguantar frío repartiendo volantes vestida con una minifalda mientras los hombres planteaban la próxima estrategia tomando el café mientras que alguna de nosotras les servía. Estaba cansada de que me llamaran burguesa cada vez que protestaba cuando mi compañero presentaba una idea mía como suya. Cansada de enfrentar la policía, esos inmensos hombres de azul que con sus garrotes, siempre al frente de la manifestación, para que sólo se hablara de la valentía de nuestros compañeros que preferían ir al cárcel antes que ir a matar.

Tímidamente empecé a conversar con otras integrantes del movimiento. “Te sentís utilizada, menospreciada, infravalorada?” Algunas se enfurecían conmigo por osar cuestionar a nuestros idealizados compañeros de lucha, pero otras me abrazaban.

Un día tuvimos la audacia de convocar a una reunión sólo para mujeres. Nuestros novios se enfurecieron: “¿qué tienen que hablar entre mujeres que no pueden hablar delante de nosotros?” Algunos llegaron al colmo de prohibirnos ir a la región. Pero fuimos. Descubrimos que todas sentíamos un malestar que no tenía nombre. Era el malestar de la subordinación, de la falta de un trato digno de ser humana, de no reconocimiento de nuestra participación. ¿Qué nos esperaba a las mujeres después del triunfo del movimiento? Un mundo sin racismo sólo para hombres, porque la distinta forma en que las mujeres negras experimentan el racismo no formaba parte de la ideología antirracista; un mundo sin explotación del trabajo asalariado, que dejaba intacta la esclavitud doméstica; un mundo de paz entre naciones en guerra contra las mujeres de países libres y vientres colonizados. No queríamos ese mundo Pero todavía no sabíamos que ya existía una ideología cuya utopía sí nos contemplaba.

Poco a poco, en reuniones como la primera, descubríamos a las feministas. Leíamos a Mollet, a Firestone, a Dunbar y a tantas otras. Pero, más importante aún, empezamos a tomar conciencia de nuestra opresión a través de las sesiones que llamábamos de “toma de conciencia” que consistía en la técnica china de “hablar el dolor”. En cada reunión, las miembras dábamos un testimonio personal de una experiencia de opresión. Juntas tratábamos de entender por qué cada una no había experimentado esa situación como opresiva al momento de vivirla o por qué no nos habíamos rebelado ante ella. También analizábamos por qué nos habíamos mantenido sumisas durante tantos siglos y entendimos quiénes se beneficiaban de nuestro silencio.

Fue así como descubrimos las múltiples formas en que las mujeres nos resistimos a tomar conciencia: culpando a otra mujer (generalmente a la madre), glorificando al opresor o sintiendo lástima por él, culpándose a sí misma, negando que la experiencia fue dolorosa o minimizando el dolor sentido, etc. Pero también entendimos que la toma de conciencia es lenta y dolorosa y que por ello era necesario trabajar en grupo para apoyarnos mutuamente.

Esas sesiones nos llevaron a vislumbrar las estructuras del patriarcado. Y fue así como entendimos que la opresión que todas experimentábamos no podía ser superada sólo por esfuerzos individuales o en grupos pequeños. Necesitábamos organizarnos, crear teoría y ayudar a otras mujeres a tomar conciencia y a organizarse, no porque nos creyéramos superiores, sino porque creíamos que era necesario compartir la experiencia ganada para que cada mujer no tuviera que empezar de cero. Pero también entendimos que no podíamos dejar de lado nuestras sesiones de concientización. ¿Cómo podríamos transformar el mundo si no nos transformábamos nosotras mismas? Ya habíamos descubierto que la toma de conciencia era un proceso inacabable. Teníamos que seguir hurgando en nuestra opresión, pero también en los privilegios que todas teníamos, ya fuera porque nuestra piel es blanca, porque somos heterosexuales, por no tener una discapacidad, por ser ricas, por tener una ecuación formal, por ser jóvenes, bonitas, etcétera.

A lo largo de los setenta la teoría feminista se desarrolló vertiginosamente, más en los países industrializados pero también en América Latina. Tanta teoría y modelos de llevarla a la práctica se produjeron, que se empezó a hablar de diferentes feminismos: el liberal, el socialista o marxista, el cultural, el radical y el lésbico radical.

A principios de esa década, yo vivía en Europa. Primero en Italia y después en Ginebra. Estaba felizmente enamorada de mi marido y aprendiendo a ser madre. No tenía mucha energía para seguir en el activismo feminista pero me leía todo lo que encontraba sobre las mujeres. Cada mes esperaba la revista “Ms.” con gran ilusión. Creo que puedo decir que en esos años aprendí mucha teoría y me planteaba muchas preguntas acerca de mi rol en el mundo. Analizaba mi maternidad y la comparaba con la paternidad del hombre que amaba. Descubrí en carne propia las responsabilidades a veces abrumadoras de mi nuevo rol de madre. Sentía envida y cólera viendo el ejercicio de la paternidad. Cuánto más fácil me parecía. También analizaba mi rol de esposa y trabajadora fuera del hogar. Qué injusto se me hacía mi horario comparado al de mi marido. Qué cólera me daba cuando nuestros amigos invisibilizaban mis aportes en las conversaciones literarias y políticas que teníamos. Decidí que cuando regresara a Costa Rica estudiaría derecho y con ese instrumento buscaría la justicia para las mujeres.

En 1975, volví a Costa Rica y me matriculé en la facultad de derecho. Esa fue la época en donde más sexismo experimenté. Encontraba sexismo en los contenidos de los cursos, en las posturas de los profesores y de las profesoras, en los chistes de mis compañeras/os, en la división entre derecho privado y derecho público. Fueron seis años de tortura. Sin embargo, me aguanté y logré graduarme como abogada. Ese titulo me ha servido para poder criticar el derecho desde adentro, mostrando su androcentrismo y su falta de objetividad. Además, he podido desarrollar una metodología para la incorporación de la perspectiva de género en el fenómeno legal que está siendo utilizada en muchos países de América Latina y hasta en otros continentes. Me siento muy satisfecha de poder contribuir en algo a mejorar la situación de otras mujeres, aunque sé que se requiere mucho más.

En esos años de estudiante de derecho, junto con otras compañeras, fundamos el primer grupo feminista de autoconciencia de Costa Rica. Mucho se nos criticó por ser “académicas” pero nosotras sólo éramos académicas en el sentido de que todas estábamos relacionadas de una u otra forma con la universidad. Nuestro objetivo era ayudarnos mutuamente a entender las manifestaciones del sexismo y así ayudar a otras mujeres a salirse de situaciones de explotación y violencia. Hacíamos programas de radio, publicábamos una revista y dábamos talleres. Toda nuestra actividad se dirigía a mujeres de clase media porque todas nos sentíamos que sería deshonesto trabajar con mujeres de base si no conocíamos verdaderamente su realidad. Aprendí mucho sobre feminismo con las “Ventanas”.[3] Aprendí teoría y aprendí cómo funcionaban los grupos. Aprendí sobre mí oyendo hablar a mis amigas. Aprendí sobre las amas de casa, las maestras y las secretarias a través de las cartas que nos llegaban. Estaba empezando a entender que el sexismo lo sufríamos todas las mujeres.

Tal vez la transformación más radical se produjo en mí cuando, ya en los ochenta, empezamos a experimentar, con nuestra conciencia de mujeres, un nuevo poder. El poder de ver el Reino de los Padres con los lentes del género. Así fue como por fin pudimos realmente ver este mundo en donde la producción se opone a la reproducción, lo objetivo a lo subjetivo, la razón a los sentimientos, el alma al cuerpo, la actividad a la pasividad, la cultura a la naturaleza, el hombre a la mujer. Un mundo sostenido por un sistema de valores donde hombres valen más que mujeres, cultura más que naturaleza, rodar más que cuidar, pensar más que sentir. Un mundo cuyo valor rector es la dicotomía dominación-subordinación. Un mundo absurdo y cruel.

En el proceso de romper con ese sistema de valores dicotomizados, sexualizados y jerarquizado, las Ventanas como grupo ya no nos reuníamos porque la mayoría de nosotras nos habíamos ido de Costa Rica. Sin embargo, todas seguíamos el feminismo desde distintos campos. Yo, desde mi trabajo con derechos humanos, otras desde lo político y otras fueron a trabajar en las comunidades. Ya para entonces las feministas estábamos visibilizando la violencia contra nosotras, creyendo en la memoria fragmentada de las niñas abusadas, en la palabra rota de las mujeres golpeadas y en la mirada perdida de las violadas. Por primera vez reconocimos y honramos a las víctimas de tantos abusos, creando espacios seguros para que sanaran, denunciando a nivel mundial esta violencia tan generalizada y exigiendo su erradicación. Por primera vez en más de tres siglos, descubrimos métodos para mantenernos sanos al tiempo que demandábamos el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos; construimos formas de organización menos opresivas en las que no sólo reconocíamos nuestra diversidad, sino que la celebrábamos.

También inventamos nuevas y más antiguas formas de crear, de rezar, de placer. Hicimos pintura, danza, música, cine desde las mujeres. Empezamos a hablar en “a” cuando hablábamos de nosotras. Inventamos rituales para acercarnos a otras formas de conocer. Re-conocimos a la Madre Tierra. Sentimos que era posible amar sin disolverse en el o la otra. Creímos en nosotras.

No ha sido fácil ni tampoco hemos logrado todo. La agresión en pareja, el abuso sexual incestuoso, la violación y tantas otras formas de tortura que hemos padecido, la violación y tantas formas de tortura que hemos padecido y seguimos padeciendo las mujeres nos han dejado muy adoloridas, dañadas y hasta misóginas. Todavía culpamos a otra mujer o a nosotras mismas por actos que, aunque a veces cometidos por mujeres, en realidad benefician a los hombres. Además, la visibilización de la violencia de género y el “hablar del dolor” a veces nos ha llevado a sentirnos más “víctimas” que agentes de transformación social. Todavía competimos entre nosotras por migajas de poder. Todavía nos hacemos mucho daño.

Pero no debemos olvidar que todavía muchas de nosotras morimos por causa de una sexualidad impuesta, una medicina ginope, unas leyes que nos discriminan y una religión que nos desprecia. Nuestras posibilidades económicas continúan siendo realmente pocas y todavía la mayoría de nosotras vivimos en condiciones realmente infrahumanas. Los medios masivos de comunicación siguen difundiendo imágenes humillantes de nosotras. Todavía somos muy pocas para lograr la transformación que soñamos. Muchas de nuestras organizaciones fueron saboteadas, han sido cooptadas o se volvieron más opresivas que las que habíamos dejado atrás. Lo más difícil ha sido dejar los valores de los padres: el racismo, el heterosexismo, el militarismo, la xenofobia, la homofobia y tantas otras formas de discriminación, se mantienen si no en la forma como pensamos y analizamos la realidad, sí en la manera como expresamos nuestros compromisos, nuestros odios y amores y nuestra espiritualidad.

También es cierto que en los últimos años hemos perdido mucha de la energía creativa de aquellos primeros días. A veces por reacción directa de los patriarcas y a veces por nuestra propia falta de visión. Muchas teóricas del feminismo ya lo practican y muchas mujeres que trabajan para mujeres ya no trabajan su propia conciencia. Muchos feminismos ya no vienen de la práctica ni la alimentan. Muchas prácticas por y para las mujeres ya no son feministas. Pero no debemos olvidar que si nos causamos daño entre mujeres, si no hemos podido seguir creciendo como en el principio, cuando creíamos estar creando un movimiento feminista revolucionario y libertador de todas las opresiones es porque la subordinación e infravaloración que todas experimentamos no es terreno fértil para la solidaridad, el respeto mutuo, la creatividad y el amor.

Tampoco debemos olvidar que lo que combatimos es un enemigo poderoso. Si el patriarcado se ha podido mantener por más de cinco mil años, es porque es un sistema complejo que ha sabido transformarse en los distintos acontecimientos históricos, en cada éxito que logramos la feministas, y porque las estructuras que lo mantienen también están en nuestras mentes y en nuestros corazones. Tampoco debemos olvidar que, para erradicar una forma de opresión, es imprescindible saber quién es el opresor y quién el beneficiario con nuestra subordinación, para poder diseñar estrategias adecuadas. Las mujeres somos el único grupo oprimido que amamos y hasta dormimos con nuestros opresores. No es de extrañar entonces que en vez de mantener que todos los hombres se benefician de la subordinación de las mujeres, ahora estemos culpando a un ente abstracto, a un sistema, a unas estructuras, a la socialización patriarcal. Además los patriarcas han sabido implementar estrategias exitosas para desprestigiar al feminismo que es el único movimiento y la única teoría que realmente se plantea la eliminación de todas las opresiones a partir de la eliminación de la discriminación, opresión y explotación de las mujeres.

Por eso creo que es importante usar otra lógica para analizar la realidad, especialmente cuando analizamos nuestra subordinación y nuestras reacciones ante la opresión. Debemos desarrollar una lógica que rompa con nuestra forma androcéntrica y compartamentalizada de sentir y pensar el mundo. Una lógica que nos ayude a entender que se puede amar a un compañero, a un hijo o a un hermano aun cuando se está luchando por eliminarles sus privilegios. Una lógica que nos ayude a comprender que, cuando decimos que todos los hombres se benefician de nuestra subordinación, no es porque los odiemos, sino porque comprendemos cómo funciona el patriarcado. Necesitamos una lógica que nos haga entender que si los hombres no se despojan voluntariamente de sus privilegios, es porque son sexistas y deben verse como tales antes de que podamos cambiar nada.

Pero desarrollar esta lógica es un trabajo mucho más duro de lo que se cree, pues es difícil exigirle a una mente que sólo entiende la “lógica patriarcal” que valore y acepte una lógica afectiva que no jerarquiza todo lo que entiende. Esta contradicción nos lleva muchas veces a hacer análisis desde las mujeres que siguen siendo androcéntricos, es decir, que parten de la visión atomizada y dicotomizada que han creado los hombres en este patriarcado y que toman como paradigma de ser humano al sexo masculino. Así como los hombres analizan la experiencia humana dividiéndola en clases sociales antagónicas, en esferas privadas o públicas, en ideas de la mente y cosas de los sentimientos, en la guerra y la paz, las feministas hemos estado analizando nuestro movimiento, por ejemplo, desde esos parámetros, autoacusándonos de no tomar en cuenta la diversidad, de ser racistas, de no trabajar en lo público, etcétera.

Por eso hace ya varios años he estado insistiendo en que, al contrario de estas acusaciones, las feministas entendemos que si queremos lograr la eliminación de la opresión de “la mujer” tenemos que abocarnos a eliminar la que padecemos TODAS las mujeres y no sólo las que sufren las pertenecientes a una determinada clase social, etnia o grupo discriminado. Porque, así como estamos contra la utilización del hombre adulto, blanco, occidental, heterosexual y sin discapacidades visibles como paradigma del ser humano, estamos también contra la utilización de una determinada mujer como paradigma de “sera humana”, aunque ésta sea una de las más oprimidas entre las oprimidas. Considero que es importante que entendamos que no podemos abocarnos a luchar sólo por las mujeres pobres, o las negras o las discapacitadas. Si queremos realmente comprender cómo se mantiene la subordinación de todas las mujeres, debemos entender cómo es la subordinación que sufren las mujeres de clase alta, las ricas y aparentemente poderosas también. Debemos entender cómo funciona el racismo de las lesbianas, la homofobia de las negras, la falta de solidaridad de las indígenas con las discapacitada, el etarismo de las jóvenes con respecto al las viejas, etc. Debemos entender que no existe LA mujer, ni siquiera LA mujer negra ni LA mujer lesbiana. Existen mujeres. Unas son negras, heterosexuales y ricas, otras son negras, lesbianas, pobres. Todavía otras son negras, lesbianas y ricas pero discapacitadas o negras, discapacitadas y lesbianas. Necesitamos entender que no existe la mujer que nos represente a todas y por eso lo importante es luchar por eliminar todas las formas de opresión y discriminación en nosotras y en la sociedad.

Esto no implica que cada feminista tenga que tener una múltiple militancia o tenga que pertenecer a todos los grupos que luchan contra las distintas opresiones. Implica más bien entender que si las feministas estamos por la eliminación de la opresión de todas las mujeres, estamos automática y necesariamente abocadas a la eliminación de todas las formas de opresión. Y como esta tarea sería imposible para un solo grupo de mujeres, debería esperarse que un grupo de mujeres no pueda hacer todo. Si en vez de acusarnos mutuamente, nos viéramos como integrantes de un movimiento que lucha contra la opresión de distintas maneras, más fácil sería para todas ir despojándonos de nuestro racismo, homofobia, etarismo y de todos los prejuicios que todas manejamos. En vez de acusarnos de no pensar en las jóvenes, por ejemplo, por qué no vemos que cuando un grupo de lesbianas, aunque todas sean adultas, lucha contra la homofobia, no sólo está luchando por el derecho a expresar una sexualidad diferente a la heterosexual, sino que está contribuyendo a eliminar el adultismo. ¿Por qué? Porque desde esa otra lógica no patriarcal podemos ver que todas las formas de opresión y discriminación se sustentan y alimentan unas a otras, porque se basan en la creencia de que el hombre blanco, adulto, heterosexual, sin discapacidades visibles, rico y poderoso, es el modelo de lo humano y que todos y todas las que nos diferenciamos de él somos inferiores. Así, cuando cualquier grupo discriminado logra que se cuestione ese modelo, todos los otros grupos discriminados salen ganando porque les será más fácil demostrar que ese modelo no es el modelo de lo humano. Y lo cierto es que la única teoría que cuestiona ese modelo o paradigma de lo humano es el feminismo.

Precisamente una de las maneras en que reafirmamos esta creencia de que el hombre es sinónimo de humano y que por ende su experiencia es central a la experiencia humana, se da cuando caemos en la trampa de definir al movimiento feminista con los parámetros del patriarcado, viéndolo como fragmentado o jerarquizado a un grupo como representante de todo el movimiento. ¿Cómo lo hacemos? Acusando al movimiento de racista, por ejemplo, porque un determinado grupo dentro del movimiento lo es, o porque tal otro no contempla las necesidades de las negras, o porque no hay negras dentro de un grupo, etc., en vez de ver la realidad del movimiento como compuesto por múltiples grupos o clases de mujeres que desde sus necesidades hacen distintos planteamientos, haciendo que se pueda afirmar que, en su conjunto, el movimiento plantea la satisfacción de las necesidades de todas las mujeres.

Es más, con echarle una ojeada a los escritos o reuniones feministas se puede comprobar lo que estoy diciendo. En los encuentros feministas se puede comprobar lo que estoy diciendo. En los encuentros feministas, por ejemplo, hubo talleres y reuniones de todas las clases, razas, etnias, preferencias sexuales y formas de ser mujer que existen en América Latina. Entonces, ¿por qué nos empeñamos en fortalecer el patriarcado, desacreditándonos como movimiento porque sólo algunas o muchas mujeres discriminen por razones de raza, preferencia sexual, discapacidad, etc.? El que existan mujeres racistas no hace que los planteamientos y utopías del movimiento en su conjunto sean racistas. También hay muchísimas mujeres que luchamos por no ser racistas, ni homofóbicas ni opresoras de ninguna clase y sin embargo nuestra existencia pareciera no contar para quienes acusan al movimiento de racista u homofóbico etc. Pero ese no es el punto tampoco. Lo importante es que entendamos que si vemos la actividad del movimiento en su conjunto, tendríamos que llegar a la conclusión de que hay espacios, propuestas y actividades para todas las mujeres de todos los grupos humanos. Esto no ocurre en otros movimientos sociales, donde generalmente se dejan por fuera o se marginan aquellas actividades que necesitamos o queremos las mujeres.

Estoy convencida de que el movimiento feminista, visto en su integridad, es el único que en su utopía contempla la eliminación de todas las discriminaciones porque en su conjunto está compuesto por mujeres de todos los grupos sociales que puedan existir. Es más, a nivel teórico nuestro movimiento plantea las necesidades de todas las mujeres, si bien en la práctica las mujeres y los hombres que integran este movimiento puedan caer en discriminaciones por razones étnicas, sexuales, etc. Sería imposible que en un mundo tan lleno de prejuicios, en que se nos socializa para discriminar y oprimir a todas y todos aquéllos que sean diferentes de lo que se nos enseña que es “lo bueno” o “lo normal”, etc., todas las personas que integramos el movimiento estuviésemos libres de prejuicios. La diferencia, insisto, es que nosotras trabajamos para eliminar esos prejuicios mientras que otros movimientos de liberación ni siquiera se planteaban la discriminación contra las mujeres como problema.

Dicho de otra manera, el movimiento feminista latinoamericano, visto en su totalidad, tiene muchas contradicciones pero no se puede negar que está compuesto por mujeres que, en su conjunto, luchamos por la eliminación de todas las formas posibles de discriminación y opresión. Como ya lo dije, esto no se puede decir de ningún otro movimiento de liberación de las mujeres de su grupo discriminado, contribuyen más bien a que se mantenga una de las formas más primarias y generalizadas de discriminación por razones de sexo. Y, mientras se mantenga la opresión de las mujeres, se mantendrán todas las otras. No es posible eliminar el racismo, por ejemplo, si no se cuestiona el modelo de ser humano y ese modelo, como lo dije anteriormente, es masculino y es blanco.

Por eso, entender al movimiento feminista como un movimiento que está integrado por toda la diversidad de personas que habitamos la tierra, implica reconceptualizar a “la mujer” para entender que “mujeres” somos todas y que, por ende cuando el movimiento feminista se propone la eliminación de la discriminación sexual, automáticamente se está proponiendo la eliminación de todas las formas de discriminación. No se puede eliminar la forma específica en que una mujer negra vive el sexismo contra las mujeres negras. No se puede lograr la libre expresión de la sexualidad de todas las mujeres si no se elimina el sexismo que viven las viejas, las discapacitadas, las indígenas, si no se cuestiona el concepto de belleza occidental.

Y, aunque estar contra todas las formas de opresión, como dije anteriormente, no signifique que hay que militar en todos y cada uno de los grupos que luchan contra una determinada forma de opresión, trabajar por la eliminación de la opresión que sufrimos todas las mujeres sí es bien difícil. Significa romper con nuestra forma androcéntrica de sentir y pensar el mundo, lo que implica romper con esquemas mentales y cuestionar estructuras sociales que han ido consolidando una cultura masculina a lo largo de por lo menos cinco siglos. Una cultura masculina en donde lo masculino predomina y esconde lo femenino. Una cultura que valora todo lo asociado con lo masculino y desprecia lo femenino. Una cultura que ubica al hombre en el centro y a las mujeres en la periferia, al hombre arriba y a las mujeres abajo.

Debido a ello, algunas feministas que estamos dentro del movimiento por los derechos de las humanas hemos estado reconceptualizando lo humano. Es decir, reconceptualizando al hombre para entender que no es el representante de la humanidad, pero también reconceptualizando a la mujer para entender que somos todas las que estamos incluidas en ese término, para sentirnos verdaderamente centrales a la experiencia humana.

El reto que tenemos por delante es grandísimo. ¿Cómo hacer para que todas nos sintamos incluidas realmente en toda la diversidad de formas de ser mujer y de formas de experimentar la subordinación? ¿Cómo no jerarquizar una forma de discriminación por sobre las demás? ¿Cómo no caer en la estupidez de competir por el puesto de “la más discriminada”?

El reto es aún más grande cuando reconocemos el peligro de que esta inclusión de la diversidad nos puede llevar a la atomización y a la fragmentación, a creer que las mujeres viejas y jóvenes, negras y lesbianas, indias y profesionales, ricas, pobres o discapacitadas, no tenemos nada en común.

El reto está en no olvidarnos de que todas sufrimos la discriminación, la violencia y la desvalorización, aunque en distintos grados y de distintas maneras. El reto está en encontrar la comunalidad de nuestras necesidades básicas para reconceptualizar nuestros derechos básicos desde esa comunalidad y en el respeto por la diversidad.

Para poder respetar la diversidad y encontrar nuestra comunalidad, las feministas dentro del movimiento por los derechos de las humanas hemos estado intentando trabajar colectivamente en la reconceptualización de todos los derechos humanos desde una perspectiva de género realmente incluyente de toda la diversidad humana. El problema es que lo que se entiende por perspectiva de género está siendo tergiversado y cooptado por distintos actores, entre los que figuran aquéllos que insisten en que las mujeres no tenemos una agenda común. Por eso, parte del reto que enfrentamos es entender que si el género es el conjunto de valores y características que determinan la masculinidad y la feminidad en cada cultura y en cada momento histórico, es obvio que para que realmente se pueda concluir que un determinado derecho ha sido reconceptualizado desde la perspectiva de género, es porque se ha reconceptualizado tomando en cuenta las necesidades básicas de hombres y mujeres de todas las edades, etnias/razas y orientaciones sexuales. Mujeres y hombres de todas las clases sociales y económicas, de todas las zonas geográficas, de todas las habilidades, creencias y oficios, y más importante aún, tomando en cuenta la desigualdad entre lo masculino y lo femenino.

Esto lo estamos tratando de hacer de distintas formas. Una de ellas es trabajando juntas mujeres de distintas razas, etnias, edades, clases, oficios y profesiones, habilidades, creencias y religiones y de distintos continentes, para reconceptualizar cada derecho desde una gran diversidad de experiencias, pero con el entendimiento de que sí tenemos una experiencia común de subordinación porque el sexismo está en todas las religiones, todas las culturas, todas las sociedades, aunque se exprese de distintas maneras. Otra es respetando nuestra diversidad pero cuestionando siempre y en todo momento nuestros prejuicios porque no podemos darnos el lujo de alimentar las otras opresiones que dan tanta fuerza al patriarcado. La tercera es sabiendo que no representamos al movimiento, ni a las mujeres de nuestra clase o raza o grupo ni a nadie más que a nosotras mismas. Dándonos cuenta de que lo que hacemos es una propuesta, no un dogma de fe. Esperando que las que vengan después de nosotras, las más jóvenes o las que aún siendo más viejas se integren después al movimiento, puedan y sepan mejorar nuestras propuestas.

Yo he podido dedicarme de lleno a las actividades alrededor de la reconceptualización de los derechos humanos y a la producción teórica crítica del derecho desde una perspectiva de género sólo desde hace unos cuantos años. Antes tuve que trabajar en otros campos para ganarme la vida: fui directora general de la Compañía Nacional de Danza, fui abogada en un bufete, jueza en una alcaldía. Trabajé en el Instituto Interamericano de Derechos Humanos dando talleres sobre la defensa de los derechos humanos en muchos países de la región. Ese trabajo fue muy frustrante porque debía hacerlo sin criticar el androcentrismo en la teoría y práctica en los derechos humanos.

En 1991, gracias al apoyo de la entonces Ministra de Justicia, Elizabeth Odio, pude diseñar un programa para y de las mujeres en el Instituto Latinoamericano de Naciones Unidas para la Prevención del Delito (ILANUD). Como directora de ese programa he tenido la grandísima suerte de contar con un equipo de mujeres maravillosas y muy sororales: Rosalía Camacho, Techi Serrano, Vecki Montero y Laura Queralt. También he tenido que tomar decisiones difíciles y dolorosas, como fue el despedir a una compañera. Este trabajo me ha llevado a casi todos los países de América Latina, dando talleres de capacitación de Género y Administración de Justicia, dictando conferencias sobre los múltiples temas relacionados con la subordinación de las mujeres y apoyando investigaciones en cárceles de mujeres y con mujeres discapacitadas. En cada país, he encontrado mujeres valientes y creativas que me han enseñado muchísimo. En cada país compruebo que, a pesar de las diferencias, las mujeres tenemos muchísimo en común. Para mí, cada taller es un aprendizaje, no sólo intelectual sino en cómo ser mujer de una mejor manera. Cada taller me obliga a confrontarme con mis propios miedos, mis prejuicios y mis angustias. En cada taller compruebo mi capacidad para seguir sintiendo rabia ante el dolor de otra mujer que es mi propio dolor. Es más, creo que puedo decir que toda mi producción intelectual, que está muy relacionada con mi crecimiento emocional y espiritual, se la debo a las mujeres que han compartido conmigo sus cuestionamientos, sus dudas, sus alegrías y hasta sus agresiones. Me siento muy dichosa de contar con el cariño y solidaridad de tantas mujeres y de algunos hombres.

Cuando fui propuesta como candidata a la Relatoría Especial de Naciones Unidas en Violencia contra las Mujeres en diciembre de 1993, recibí cientos de faxes de todos los países de América Latina y el Caribe. En ellos siento la sororidad y hasta la admiración que he inspirado con mi dedicación. Me doy cuenta de que no es cierto que las mujeres no nos reconozcamos nuestros méritos y nuestra labor. Es más, cuando en octubre de 1994 el nuevo director de ILANUD quiso deshacerse de mí y de mi programa, de nuevo llovieron los mensajes de apoyo a mi persona y a mi trabajo. Estas acciones espontáneas las considero un regalo que la vida me ha dado.

Hoy, veinticinco años después de que descubrí el feminismo, me sigo definiendo como feminista. Amo esta teoría, esta práctica y este movimiento que ha podido cuestionar al reino de los padres. Y, aunque mi vida como feminista no ha sido fácil –los patriarcas me han castigado mucho— nunca, ni por un segundo, he querido no haber encontrado los lentes del género. Sigo siendo, como todas las mujeres, una persona discriminada e infravalorada en esta sociedad, pero al menos sé por qué y estoy luchando para cambiarlo.


[1] Alda Facio Montejo es una de las feministas más reconocidas de Costa Rica. Jurista y escritora de un humor finísimo, es asimismo una de las mayores expertas continentales en  derechos humanos de las mujeres y como tal es Directora del Programa Mujer, Justicia y Género del Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito (ILANUD) desde 1991. Ha escrito cientos de artículos sobre los derechos humanos de las mujeres, y de entre muchos de sus libros destaca: Cuando el género suena, cambios trae (una metodología para el análisis de género del fenómeno legal), ILANUD, San José de Costa Rica, 1992 (actualmente está en su quinta edición).  Ha enseñado y dado conferencias en varias universidades sobre la incorporación de la perspectiva de género en el Derecho de los Derechos Humanos y en el Derecho Internacional, incluyendo el Derecho Humanitario y el Derecho Penal Internacional. En 1981 organizó el primer seminario sobre violencia contra las mujeres que se realizara en la Corte Suprema de Justicia de Costa Rica. En 1984 participó en las primeras negociaciones para la creación de una maestría en estudios sobre las mujeres para la Universidad de Costa Rica. Fue profesora en el primer curso de postgrado sobre violencia contra las mujeres en esa universidad para estudiantes de la región centroamericana en 1989, y en 1996, una vez instituida la Maestría en Estudios de Género, fue profesora del curso de Teorías del Patriarcado y Familias.

[2] En Lorena Aguilar, Mitzi Barley et.al., ¿Feminismo en Costa Rica? Testimonios, Reflexiones, Ensayos, C.R. Editorial Mujeres, San José, 1995, pp. 139-157.

[3] Fundamos el Grupo Ventana en el año 1979, con el objetivo de dar a conocer el feminismo y de convertirnos en un grupo de apoyo mutuo y de toma de conciencia. Fue uno de los primeros grupos feministas de Costa Rica. Publicó la revista Ventana.

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Written by Ideas feministas de Nuestra América

agosto 1, 2011 a 10:40 pm